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viernes, 13 de junio de 2008
Poesías del Maestro Ryokan
domingo, 8 de junio de 2008
El satori
Había una vez un hombre muy pobre, que vivía en la entrada de un profundo bosque. Apenas tenía para vivir y siempre se estaba quejando de su suerte miserable.
Una noche cuando se disponía a cenar, alguien llamó a la puerta de su casa. Era un monje errante, que le pidió alojamiento por esa noche.
El hombre le acogió amablemente, compartió con él su humilde cena y luego le cedió su propia cama para que pasara la noche.
A la mañana siguiente, antes de partir, el monje le dijo:
Has sido amable y hospitalario conmigo, por eso, en agradecimiento, te voy a confiar un tesoro. Delante mismo de la puerta de tu casa, ahí, en ese espeso bosque, vive un animal fabuloso que se llama Satori. Su vida transcurre en la copa de los árboles, allí come y duerme. El que consiga alcanzarlo, no tendrá que preocuparse nunca más por nada; podrá conseguir todo lo que desee y vivir en paz el resto de su vida.
El hombre se puso muy contento y cuando el monje partió fue al pueblo, compró un hacha he inmediatamente se puso a cortar árboles, “Con un poco de suerte – pensaba – lo sorprendo mientras duerme y antes de que se dé cuenta lo habré cazado”.
Pero el animal Satori era muy sabio y muy viejo, y además poseía la facultad de leer el pensamiento; por eso, cada vez que el hombre se acercaba al árbol donde él estaba, captando sus intenciones, se trasladaba a otro árbol cualquiera.
Así pasó el tiempo. Cada vez que el hombre se acercaba, el animal Satori se cambiaba de árbol. El hombre había talado ya muchos árboles, y aprovechaba la madera para venderla como leña en el pueblo. Así sus problemas económicos se iban solucionando. Llegó el día en que ni siquiera pensaba en el animal. Cortaba el árbol, recogía la madera y se iba.
El animal Stori también había dejado de temerle. No captaba en él ningún pensamiento amenazador.
Una mañana, estaba el hombre como de costumbre cortando un árbol, cuando el animal Satori cayó a sus pies. Estaba durmiendo en la copa del árbol y no había podido detectar en la mente del hombre ni un sóplo pensamiento que le avisara de su presencia.